Living instinct

La intimidad a escena















México, Australia, Argentina y varios puntos de Europa constelan la cartografía laboral de Paula Zacharías y Andrew Harwood. Ella, porteña, es una connotada gestora e impulsora del contact improvisation (CI) o contact improvisación o improvisación de contacto o, simple y llanamente, contact, uno de los principales afluentes técnicos y estéticos del movimiento posmoderno de danza; él, quebequense, es uno de los maestros internacionalmente más reconocidos de esta disciplina artística y terapéutica fundada en 1972 por el estadunidense Steve Paxton. Ambos implementaron una experiencia de CI compartida por testigos en el Espacio Cultural Pata de Ganso, junto con los bailarines Andrea Fernández (codirectora del proyecto Danza sin límites) y Nahuel Tomasella, quienes también son especialistas en los menesteres del caso.

El ofrecimiento de CI tuvo por nombre Living instinct, en alusión a algunos fundamentos del CI: accionar en el aquí y ahora, con el máximo grado de conciencia corporal (awareness) y una aguda utilización de la capacidad de asombro, que permita al organismo realizar una constante renovación de sus dinámicas, calidades de energía y procedimientos de intercambio de informaciones múltiples.

Cabe subrayar la pertinencia de llamar experiencia u ofrecimiento (para algunos sería, incluso, una ceremonia compartida) a la práctica abierta al público de CI. Se trata de un lance cercano al evento y no al programa: al no tener un itinerario estructural signado por la estética, permite la gestación instantánea de su propia constitución como acto colectivo. Es una celebración que se encuentra en los límites entre el ritual (cualquier mecanismo performativo que se lleva a cabo sólo para la percepción de sus realizadores) y la composición artística (siempre destinada a completarse en la percepción del espectador), lo que demanda a sus hacedores el ejercicio de una astuta capacidad para improvisar y la implementación de pactos de relación física que se cumplen en el instante (razón por la cual deben ser constantemente renovados) y que invariablemente pasan por el contacto físico.

Living instinct inició con un breve solo de Andrew Harwood. Etapa que, amén de hacer añicos todo posible esquema mental acerca de que el cuerpo maduro y el movimiento pletórico de energía son categorías inconciliables, trazó el modelo atómico del contact: impulsiones tejidas en texturas cambiantes, cuyo punto de arribo se convierte de inmediato en punto de partida; modificación instantánea de las expectativas físicas relacionadas con las categorías de dirección, velocidad y magnitud; manifestación de un intenso estado de conciencia, en el que la noción espontaneidad está ligada estrechamente con la noción escucha y las nociones reacción y recepción.

Acto seguido, con la intervención de Paula Zacharías, comenzó el jam (la práctica colectiva del CI, así llamada en referencia a las sesiones de improvisación en los circuitos de jazz), al que se fueron agregando, en su momento, Andrea Fernández y Nahuel Tomasella. Una vez establecido, el circuito de CI funcionó con los parámetros usuales: los performers ingresan a él y se mantienen en él a voluntad (voluntad motivada por el instinto o inspiración, más que por maquinaciones intelectuales o intención de cumplir determinado efecto), y al salir de él mantienen la atención en los protagonistas que continúan la actividad y, en ocasiones, proponen estímulos de manera directa, como el poner en activo determinada atmósfera musical o sonora. De tal forma, un jam se configura aleatoriamente por la suma de inesperados solos, duetos, tríos o coros, como el oleaje se configura por numerosos afluentes que se agrupan en tensiones contrastantes, pero cohesionadas por una dirección unívoca.

Y, entonces, ¿cuál fue la dirección que guió este jam y cuál su consecuencia? Antes de aventurar una respuesta, es menester mencionar que un jam abierto a público cede su ámbito de intimidad para convertirse en un work in progress: el accionar deja de ser exclusivamente para la percepción de quienes accionan y se convierte en un ofrecimiento colectivo para la percepción de sus testigos, lo que suscita transformaciones considerables en su constitución; a saber, la calidad energética del movimiento se amplifica, el conjunto de acciones adquieren un sentido de orientación espacial determinado (hacia la mirada del público); y las relaciones se ven matizadas por una lógica de dramaturgia que no necesariamente tendría que aparecer en la celebración convencional.














Dicho lo anterior, resulta válido afirmar que, allende las lecturas abiertas que el género permite, se trató de un jam didáctico; no porque la voluntad de sus hacedores fuese implementar una sesión acerca de qué es el contact, sino porque la constitución misma de la convocatoria propició esta personalidad, ya que: 1) se implementó en un espacio teatral, lo que afirma una convención cultural; y 2) lo realizaron expertos en el género, lo que impregna la ocasión de una pericia técnica que asegura diversos factores operativos (aseo en la fluidez de las dinámicas, ausencia de baches, decaimientos o zonas en blanco , minimización de posibles daños físicos). Fue, en resumen, una puerta abierta al conocimiento, constatación y revisión del contact, hoy. Un gran servicio público, una gran ocasión artística, en este sentido, pues su logro ha permitido:

a) Un ejercicio emotivo muy difícil de implementar en puestas en escena formales, pues este surge del asombro –asombro compartido con los propios performers – ante lo que puede y no puede hacer un cuerpo; ante la notable riqueza de intercambios personales que tenemos, en potencia, y que habitualmente negamos o utilizamos al mínimo; ante la generosidad de los ejecutantes, quienes se entregan, literalmente y por entero, a la precipitación vertiginosa de una alianza con la máxima intensidad de existencia posible en el presente de la acción; ante la fertilidad de texturas tonales – alegría, pavor, incertidumbre, cachondeo, ataque, reconciliación, curiosidad y muchas otras – puestas en juego en el CI; y ante el deleite estético que radica en atisbar el arrojo de cuerpos decididos hacia su propia reinvención simbólica, en una trayectoria significante impregnada de motivos pasionales: las estelas de calidez femenina de Andrea y Paula, fragmentadas en el volar de sus polleras, en la tensión incrementada de sus piernas desnudas, o las condescendencias de Andrew y Nahuel para con sus propios estados de delicadeza femenina, contrapunto al uso y abuso de su potencia estructural como bastión de rotaciones y cargadas; revelaciones de belleza por doquier…

b) La observación detenida de las premisas del CI: oscilación permanente de obtención y pérdida de balance; rotunda mutación de la expectativa física que significaría habitualmente un arribo determinado, una postura, el impulso hacia cierta dirección, con cierta magnitud y el ordenamiento articular que estructura las tensiones orgánicas; intercambio de informaciones y propuestas a cada contacto, para conseguir un flujo colectivo de comunicación profunda; cambio de identidades participativas (de ser emisor a ser receptor, de ser pasivo a ser activo, etcétera); transformación del peso en energía aprovechando el peso del otro, la inercia como aliado y el diálogo constante con la gravedad, que a su vez implica un diálogo constante entre las nociones tensión / relajación; y el provocar y asumir decisiones orgánicas inmediatas, cumpliéndolas hasta sus últimas consecuencias.

c) La constatación de que el CI es uno de los mejores métodos (si no es que el más adecuado) para verificar ciertas premisas de la epistemología coreográfica, como la noción de otredad (el encuentro de la autonomía individual en la diferencia del otro), el papel del ritmo como eje principal de todo tipo de discurso y la noción de forma como fuerza o magnitud y no como figura; y la inestabilidad (y su correlatos: evanescencia, impermanencia) como condición semántica del acto comunicativo, que proviene del hecho rotundo, específico de las artes de la escena, de ser la obra o realización el propio obrar de sus ejecutantes.
















La consistencia de Living instinct permitió observar también la configuración del contact como género escénico y manifestación cultural. Llama la atención, en este terreno, el constatar la lucha permanente entre el código y el deseo. Anhelamos la espontaneidad, pero incluso su verificación factual, su verificación como hecho contundente, está señalada por rutinas, hábitos, expectativas, convenciones y jerarquías. Probablemente, la sesión en esta sala situada en pleno Abasto no fuera sustancialmente diferente a las sesiones observadas por la crítica Sally Banes a principios de los setenta, descritas en su libro Terpsichore in sneakers, ni se trataba, tampoco, que lo fuera, pues lo que permite que el CI siga vigente, cuando muchas de las manifestaciones técnicas y estéticas de su época resultan hoy extemporáneas, es precisamente la claridad y preservación de sus postulados operativos. La libertad, nos muestra el emprendimiento impulsado por Paula, Andrew y compañía, se da entre reglas precisas; la improvisación (que para el performer puede significar la libertad dentro de su oficio) comienza ciertamente y con alcances sólo tras de lograr la maestría en el oficio. Quizá, después de este señalamiento, sobre decir que la guía de Harwood fue notoria y que se prolongó – como trabajo de director – hacia los paisajes sentimentales del público, que pasó de las exclamaciones de asombro a la risa y al deslumbramiento.

En una sección del artículo titulado El performer, llamada El peligro y la suerte, el director y teórico teatral Jerzy Grotowski (1933-1999) escribe algo que podría ser un adecuado corolario a la presente redacción: “Es posible transitar del cuerpo-y-esencia al cuerpo de la esencia, pero sólo como resultado de una ardua y consciente evolución personal, en la que la pregunta clave siempre es ¿cuál es tu proceso? A partir de ella surgen las interrogantes que te permitirán discernir si eres fiel a él o, por el contrario, luchas contra tu proceso. El proceso es el destino individual, está ligado a la esencia y, virtualmente, conduce al cuerpo de la esencia”. (Gustavo Emilio Rosales)


Fotos de Daniela Ponieman, cortesía de Paula Zacharías.